El 28 de Enero de 1730, el Padre
Fisseny, párroco de Cutting, bautizaba en su iglesia a un niñito, nacido la
víspera, sexto hijo de una familia bendita por Dios que debía contar con trece
hijos. Su nombre fue JUAN MARTIN, su padre Juan Moye, agricultor y director de
correo y su madre Catalina Demange, hija del alcalde de Cutting, eran
admirables cristianos, muy devotos de la Pasión del Salvador, ávidos de
penitencia, llenos de caridad.
Algunas semanas antes del
nacimiento de su hijo, en un sueño, le fue revelado a la piadosa madre que ése
sería un santo. Llena de dicha, comunicó a su esposo y los dos, levándose,
dieron gracias a Dios por este feliz presagio.
Juan Martin, desde temprana edad,
manifestó predeterminación a la santidad.
Fiel imitador de los ejemplos de
su madre reveló inclinaciones por la virtud: le gustaba el recogimiento y la
soledad, frecuentemente con los brazos en cruz le era familiar. Su futuro
ministerio se preludiaba con predicaciones infantiles: subido sobre un peral,
contaba a sus compañeros la vida de San Martin y les explicaba el catecismo.
No podía ver ningún sufrimiento y
cuando encontraba un pobre en su camino le daba siempre una limosna. Por eso su
made debía resignarse a verle llegar a casa descalzo después de haber dado sus
zapatos algún mendigo, lo cual sucedió varias veces.
¿Como podía quejarse la buena
madre si ella era llamada por su caridad: “consoladora de las viudas y madre de
los huérfanos”?
Empieza sus estudios
preparatorios al sacerdocio con su hermano mayor Juan Santiago, que murió a la
edad de 24 años en 1744, después de 2 años de seminario. Juan Martin tenía
entonces 14 años.
En la universidad de Pont – a-
Mousson, bajo la dirección de los jesuitas, el alumno llamo la atención no solo
por su piedad sino también por sus éxitos. Después de la retórica (Humanidades
Latinas) fue a Strasbourg para seguir un curso de filosofía dictado por los
mismos religiosos. 1749-1751.
En el otoño de 1751 ingresó al
seminario de Metz. Tenía un corazón puro, una piedad sólida, una voluntad llena
de energía, un gran amor al trabajo. Con el mismo ardor que se dedicó a
santificarse, se consagró al estudio de las ciencias eclesiásticas. Se
especializo en la sagrada Escritura. Admirablemente dotado para los idiomas, se
le hizo familiar la práctica del griego y del hebreo. Mas tarde aprenderá
chino.
Se distinguió en el estudio de la
historia eclesiástica, tanto que su superior, el doctor Thiébaut, se atrevía a
decir que si se perdía la historia de la iglesia se la encontraría en la cabeza
del Abate Moye.
El superior le ofreció la cátedra
de Letras en el seminario Mayor, pero Juan Martin prefirió el ministerio
pastoral.
El 9 de Marzo de 1754 Juan Martin
recibió el sacerdocio con profunda emoción unida al grave sentido de sus
responsabilidades.
Después de su ordenación, en 1754
fue nombrado coadjutor de la parroquia de San Víctor de Metz. El joven se
relaciono aquí con dos sacerdotes, los más virtuosos de la ciudad a fin de
enriquecerse con sus consejos y experiencias. Había elegido a San Francisco de
Sales como patrono. Sino por su temperamento intelectual, por su virtud y su
bondad, pronto llegó a conquistar todos los corazones. Su confesionario fue
concurrido. Las personas que acudían contribuyeron a crear en la parroquia una
cálida atmósfera de piedad.
Contemplándole rezar, parecía un
serafín conversando con Dios. Después de la santa misa, prolongaba su acción de
gracias. Se cuenta que un día en Cutting, su población natal, estaba aún en
adoración a las tres de la tarde y el Sr. Párroco tuvo que sacarle de su
meditación exclamando: “Basta por hoy”
Su actitud era impregnada de
dignidad y modestia. He aquí, el testimonio de un sacerdote que le conoció:
“Durante el tiempo que ejercitó el misterio en la parroquia de San Víctor, Juan
Martin no se canso de instruir en la cátedra, en el confesionario, en el
catecismo, en la iglesia, en las escuelas, en las casa particulares y en su
propia casa. Era enemigo de introducir los artificios oratorios en la cátedra
evangélica. La firmeza, el orden, la precisión y sobre todo las apropiadas
aplicaciones del mensaje divino de los libros de los Santos, eran su
característica, dejando todos os ornamentos frívolos de estilo que no sembraba
sino frialdad e inacción.
La humilde y la mortificación
reflejadas tanto en su rostro como en sus palabras, hacían que sus sermones
fueran convincentes. Persuadía con sus palabras y arrastraba con sus ejemplos.
Después de una labor de algunos
meses en la parroquia de San Livier, (enero-agosto 1756) y su retorno a San
Víctor, lo encontramos, en mayo de 1758, en la parroquia de Santa Cruz.
La piadosa influencia del
coadjutor de Santa Cruz, su talento en la dirección de las almas, sobre todo la
seriedad y la santidad de su vida no escaparon alas miradas de sus superiores.
A pesar de su juventud, Juan Martin fue designado director espiritual del
seminario mayor. Allí conoció a un joven clérigo, Luis Jobal. Con las mismas
aspiraciones de vida interior y un mismo celo apostólico. Se unieron
estrechamente estas dos almas hermanas. Jobal ordenado sacerdote en 1761, fue
nombrado coadjutor de Santa Cruz y así fue colega de su director y amigo. Ayudó
sobre todo, con abnegación, en la obra de las escuelas. Mas tarde, párroco de
Santa Ségolene, murió prematuramente el 3 de noviembre de 1766. Juan Martin
escribió su vida.
La gran pasión que siempre hizo
palpitar el corazón de Moye fue la salvación de la infancia. Su celo le sugirió
la idea, compartida con su amigo Jobal y alentada por los señores Vicarios
Generales, de lanzar lo que llamaríamos hoy: “hojas volantes” sobre el bautismo
de los niños en peligro de muerte.
Al referirse al tema del
bautismo, algunas expresiones parecían acusar de ignorancia o descuido a los
párrocos, padres de familia provocando protestas, la curia episcopal tuvo que
intervenir. Se reclamó y se obtuvo el alejamiento de los dos coadjutores de
Santa Cruz. Martín Moye fue enviado a Dieuze era la ciudad mas reputada de la
diócesis y monseñor confiándoles le aseguraba su estima y afecto.
A fines de 1764, sin contar con
su tiempo y sus fuerzas se consagró a su nuevo ministerio. Un hecho
extraordinario que prueba su aceptación ante Dios, fue para él una ocasión de
nuevas humillaciones.
Juan Martín visitó a una mujer
desesperada ante su hijo en agonía, de una caída en el fuego. La pobre madre,
se reprochaba amargamente su descuido, cauda de una desgracia. Juan Martín Moye
la alentó, la aconsejó confiar en Dios, asegurándola que su hijo se sanaría. Se
fue a rezar en la iglesia y a su retorno, encontró al niño curado. A pesar de
las más insistentes recomendaciones de Juan Martín, la feliz madre no pudo
guardar el secreto.
El joven coadjutor conoció esta
nueva prueba. Sus enemigos hicieron de este prodigio un arma contra él,
acusándole de atribuirse esta curación como milagro obtenido por su
intercesión. Llevaron una sentencia de entredicho, limitada a la ciudad de
Dieuze, pero dejándole sus poderes sobre lo demás de la diócesis.
Era martes de 1767. Jesús
crucificado confiaba a su servidor una partícula de su cruz. De sus manos
divinas, Juan Martín la recibió con amor, con humildad heroica de los santos.
Gozando de mayor tiempo, nuestro joven sacerdote se entregaba a la predicación
de misioneros en las parroquias lorenesas.
Cuando un día, monseñor Chaumont
de Marfil, que le conocía y apreciaba desde tiempo, le hizo la propuesta de
responsabilizarse de la dirección de un seminario en San Dié.
Pero sólo duro un año. 1768-1769.
el fundador murió y el capitulo de San Dié no juzgó necesario seguir la obra.
Fue preciso esperar hasta 1777, época de la creación de un episcopado en la
ciudad para el seminario volviera a abrir sus puertas.